Salir del plano

Noah Benalal
8 min readFeb 28, 2021

La comunidad fan de El ala oeste de la Casa Blanca se inventó en su momento una pequeña nación. Se llama ‘Mandyville’, y es el sitio imaginario al que van a terminar los personajes de la serie que desaparecen sin previo aviso y de los que a menudo no se vuelve a saber nada. Se llama así en honor a Mandy, la primera víctima de unos dejes autorales a los que, como también he aprendido, se suelen referir como ‘sorkinismos’: los caprichos de un guionista que intentó controlar cada detalle de un universo paralelo desde el que ensayar un modelo más ético para la política estadounidense. También se sabe que Aaron Sorkin terminó tan frustrado que abandonó el barco, el barco quedó a la deriva y la que para muchos fue la mejor serie de la televisión quedó reducida a ruinas.

Los estadounidenses no tienen mucha experiencia con las ruinas, y la mayoría de la gente recomienda que dejes de verla pasados un punto que es bastante prematuro. La critican, dicen literalmente que “se arruinó”. Pero nosotros sabemos que eso también hay que verlo: las ruinas no se habitan, se visitan, y hay un tipo de atención entregada que sólo es posible cuando te han dicho de antemano que un proyecto ambicioso, o al menos una parte, terminó en desastre. Intuitivamente, ellos también lo saben: por eso Titanic empieza por el final, Hamilton es un fenómeno de masas y aún nos bombardean con imágenes de JFK, que ya estaba muerto cuando su avión aterrizó en Dallas.

Hablar de la serie de Sorkin es, inevitablemente, hablar de guión y de un idealismo blanco que humaniza los resortes del capitalismo imperialista. Involucrarse con él es comprar que la Historia puede ser reescrita, y que la realidad material encuentra en lo simbólico un abogado noble: la libertad es compatible con los dogmas que moldean una identidad política, individual o nacional, y un discurso bien pronunciado se sitúa en el mismo nivel ético que la música. Descomponiéndola en tono, timbre y una especie de alimento moral nutritivo, la oratoria es una herramienta neutra capaz de elevar voluntades por encima de cualquier limitación. En su universo, la palabrería no conduce al engaño, y las instituciones pueden funcionar si hay cultura y hay fe: la serie existe para aleccionar desde un espacio aparte y expiar pecados colectivos de una forma casi religiosa.

El ala oeste de la Casa Blanca a la luz del tiempo es, ante todo, un fracaso político. Como la mayor parte de credos, deja de evolucionar y se vuelve reaccionaria en el momento en que el presente la supera. Después del 11 de septiembre, la serie dejó de ser capaz de imaginar una realidad que se elevase por encima de ella misma: primero fue ingenua, luego nos engañó y en algún momento abandonó a sus fieles más devotos. Se desintegró el proyecto, pero no la construcción que se ideó para albergarlo: desde un punto de vista televisivo, consiguió rozar la perfección estética y sigue siendo una obra maravillosa de ingeniería que también señala lo conformistas que nos hemos vuelto con nuestra manera de escribir y dirigir televisión. Por eso todavía muchos la visitan y por eso a mí me obsesiona: no por el contenido sino por la forma y por su posterior degeneración. El fracaso de esta clase de proyectos pasados me hace mirar los nuestros con desesperanza: sus cimientos estaban mejor hechos, le dedicaron mucho más tiempo, y aún así parece que no sirvió para nada.

Aunque cae en algunos barroquismos un poco desfasados — la emotividad que emana del patriotismo y hace saltar las alarmas por buenos por motivos, la música demasiado enfática de la que hemos aprendido a desconfiar — , lo que más admiro de la serie es la dirección que acompaña a su torrente de palabras. ¿Y por qué? Por su forma de emplear lo que yo llamo una velocidad bien entendida. Como en una buena comedia o en el cine de acción, la serie no para, pero la cámara no desconfía del espectador ni pide su atención con trucos de payaso: baila, y como un buen bailarín no es posible predecirla aunque parezca que entendemos los patrones. Seduce, guía y anticipa la pirueta que está a punto de realizar su pareja (sea el personaje o el conjunto de personajes que están en escena). Si nos esforzamos un poco en conocerla, nos adelanta información y nos sostiene en una perfecta tensión interna: en un sentido general sé que me dirijo a una especie de tragedia, pero recorro cada capítulo con una tranquilidad curiosa y sostenida.

Confío en la cámara y en el montaje a ciegas aunque no sepa a dónde van a llevarme. Dicho así parece lo mínimo, pero esa entidad del dispositivo (no quiero decir personalidad y parecer idiota y caprichosa, hablo del estilo coherente que definió Thomas Schlamme y siguió desarrollándose a continuación pasando por varias manos) no es lo más habitual en las series de televisión. Y no tiene sentido compararlo falsamente con el cine: El ala oeste de la Casa Blanca es un producto puramente televisivo, y tanto sus éxitos como sus fracasos tienen que ver con la temporalidad y las dinámicas de producción de ese formato (que se alargó durante 7 años, con 22 capítulos de 44 minutos cada uno).

Mi idea era empezar el texto por aquí, pero no supe llegar sin dar un rodeo. Quería contar una cosa muy sencilla: me encanta que en El ala oeste de la Casa Blanca nadie salga antes de tiempo del plano y nadie se quede dentro más de lo necesario. Me gusta la manera en la que se piensan y se emplean la dirección y el montaje, porque es buena y porque es disfrutable, pero sobre todo porque genera una relación muy agradable de confianza. Sabes que donde hay mirada va a haber contenido, por eso confías, y aunque parezca una tontería yo no creo que lo sea. Es de agradecer: en la era de la atención secuestrada, es una gozada sentir que entregas la tuya a conciencia y porque te han convencido, que lo que opera es una admiración sincera que hace que te quedes por tu propia voluntad.

Es lo único que le pido al audiovisual contemporáneo, aunque a veces me salga un tono un poco reaccionario cuando hablo de estos temas: que se siga entendiendo la atención como un contrato en el que las dos partes tienen que aportar algo, y que el producto sea un entorno creativamente controlado en el que no sólo entren en juego la conveniencia y el azar. Da lo mismo hablar de cine o de tele, es cuestión de ‘buenas prácticas’: El ala oeste de la Casa Blanca no es un éxito rotundo en su conjunto, pero es un ejemplo de todo lo que se puede lograr dirigiendo con ideas y con una intención clara. No confunde lo estético con lo bonito, lo llamativo o la imitación, ni se pelea con otras formas de arte. Asume una estética que es propiamente televisiva y, sin gritar, consigue diferenciarse con una identidad plena.

La primera temporada es perfecta. Es una coreografía vistosa y entretenida que crea un mundo en el que no hay fisuras y no hay espacio para el cansancio, un mundo fantasioso e inmersivo de los que sólo existen en la televisión. Pero la segunda, algo más extrañada e irregular, me parece todavía más interesante: comete errores, exige renuncias del espectador, empieza a mandar camaradas a ‘Mandyville’, entra en terrenos incómodos y no responde exactamente a lo que nos había enseñado a esperar. Pero se pone entera al servicio de una idea. Estéticamente, se produce un giro prácticamente expresionista: la iluminación se vuelve de interior, con claroscuros fuertes y un color amarillento; los encuadres se cierran, la escala de los planos cambia caprichosamente, contrapicando o cambiando agresivamente en función de la emoción y los propósitos de la escena. El libro es el mismo, pero es obvio que estamos frente a un capítulo distinto: más grave, más ominoso, más oscuro y que se sale de sus carriles para explorar un camino que no era ni sencillo ni evidente.

La serie en general es famosa por su perpetuo movimiento circular, por la forma en que los personajes y la cámara caminan por los pasillos de la Casa Blanca. Siguiendo la inercia de esta dinámica, la segunda temporada es casi un huracán: los círculos se mueven cada vez más hacia el centro, arrasan con lo superfluo y culminan en una fuerte tormenta tropical que estalla sobre el despacho del presidente, y que en el último capítulo abre con fuerza las ventanas de la Casa Blanca. Después, en la tercera temporada, debía llegar la calma: los cielos clarean, la narrativa vuelve a expandirse hacia fuera y vuelve a haber espacio para los caprichos, las relaciones superfluas y las conversaciones que se orientan sólo hacia la exhibición y hacia el disfrute.

Yo no la veía en el año 2001 y si lo hubiese hecho no me habría enterado de nada, pero es evidente que el proyecto (la creación de una realidad paralela que expíe los pecados estadounidenses, que reescriba la administración Clinton y la administración Bush desde una voluntad que no existe y hay que construir desde cero), terminó de irse al traste cuando sucedió el 11-S. Sin distancia para enfrentarse a una realidad que de repente era de obligado tratamiento — cómo vas a hablar de gobernar sin hablar del terrorismo, de la guerra, del elemento disruptor que creó y radicalizó la nueva identidad norteamericana — , sus sutilezas y sus juegos se vieron desplazados por un comentario de actualidad algo más burdo y condescendiente. Al abandonar el placer de inventar sus discursos y adoptar el discurso general, dejó de estar a la altura de sus propias ambiciones, traicionó sus aspiraciones morales y los problemas que siguieron ya son una historia que se materializa en tedio: tedio en el nivel de contenido y tedio en el nivel estético.

Así que quedamos en eso: El ala oeste de la Casa Blanca es en cierto modo una ruina, pero es una ruina magnífica. Y donde otros estudian los cimientos de las construcciones antiguas, porque les interesa y es de dónde creen que pueden aprender, yo sigo mirando una escena concreta que a priori no tiene mayor trascendencia y que sucede un par de capítulos antes del final de la segunda temporada. Joey Lucas, una encuestadora interpretada por Marlee Matin, que es una actriz sorda, tiene que leerle los labios a Josh durante una conversación sobre la que pende una necesidad crítica. El plano se cierra tanto sobre el rostro de él que la intimidad que se crea es tremenda, las palabras se pronuncian más despacio para subrayar el discurso, y la serie más verborreica del mundo demuestra justo en este momento que siempre ha prestado una inmensa atención al gesto: las expresiones de urgencia, nervios, necesidad, confianza y anticipación de la derrota dicen mucho más que las palabras, pero cualquier otro modo de filmarlas (con menos atención, con menos calma, con menos ganas) podría haberlas pasado por alto. Eso habría sido mucho más triste.

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