Que nos miren

Noah Benalal
10 min readAug 28, 2021

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Cuando era pequeña todavía me atrevía a reunir a mi familia, adecuadamente prevenida, y a montar delante suya pequeñas coreografías. Supongo que lo hacen todas las niñas. A esa edad me mareaba en la parte de atrás del coche, el cinturón de seguridad se me clavaba en el cuello y siempre pedía, antes de apoyarme sobre él y cerrar los ojos, que me pusiesen canciones pop con voces femeninas. No porque me gustasen más, sino porque era la forma de habitar la fantasía sin que se rompiese: yo misma sobre un escenario cantando, con tops que dejaban al aire el ombligo, con tatuajes y peinados radicales que nunca me atrevería a emular, mientras recibía la mirada de un montón de personas. Siempre era la primera vez que me veían. Les sorprendía con mi insospechada capacidad vocal y mis dotes interpretativas.

Mentiría si dijera que no me sigue pasando, aunque la fantasía cada vez es más modesta: no un concierto sino un karaoke, no una multitud sino dos o tres personas escogidas a las que sorprendo con mi imitación de Stevie Nicks en el Rumours, de Barbra Streisand en Funny Girl o de Idina Menzel en Wicked; el musical me la hace despertar especialmente, como si Broadway fuese algo capaz de impresionar a quienes me interesan de esta forma tan desesperada; como si al par de ojos más cínico del mundo le fuese a importar lo bien que me sepa la letra de Defying Gravity o Don’t Rain on My Parade. Como si en realidad supiese cantar como ellas. Lo primero que pensé, en los primeros planos de Annette, es que al musical de cine ya no le interesa generar barbrastreisands de la misma manera.

Me refiero a estrellas así de virtuosas, de inalcanzables, de esas que parecen rozadas por una genialidad que las sobrepasa pero que, de forma evidente, están perfectamente esforzadas, son precisas, tienen ese talento que corta por el exceso de don y el exceso de voluntad empleada un día sí y otro también. Hechas para admirar. Digo de cine y no de Broadway (de cine-después-de-Broadway, como In the Heights), porque esa cualidad de la estrella musical ya casi se ha vuelto camp, parte de un género chico (o chica) más dirigido a familias, a niñas y a locos del musical. El género se revaloriza para la cultura de festivales, más masculina y más culta, siendo reflexivo, deconstructivo; un Chazelle o un Carax ponen a cantar a actores que no saben cantar. El proyecto autoral ya no comparte el protagonismo con las estrellas, al menos no de la misma manera; no como Wyler con Barbra Streisand. Lo quieren todo para sí mismos.

El musical finge, en esta esfera, que necesita una tesis, un tema, algo más que una ensalada de referencias. Tampoco creo que el #MeToo sea más que una excusa para dar algo que hablar a los críticos que necesitan escribir sobre Annette: un juego de sombras con el que ocupar un espacio en el que no basta con hablar de algo, sino que hay que posicionarse acerca de algo. Pero me hace gracia la manera, un poco forzada, un poco fallida, en la que el texto se acaba relacionando así con sus predecesoras temáticas. Cómo se ensimisma sobre el ego masculino que ya era derrocado en Funny Girl o en Ha nacido una estrella, desde fuera, de forma silenciosa, y en lugar de eso habita su fantasía con un afán prácticamente autolesivo. Otro cliché del melodrama musical: hacer explícita la crueldad del orden de miradas que le otorga su propósito.

Me imagino unas cuantas caras mirándose a sí mismas en la pantalla, como fantasmas: la bailarina de Los zapatos rojos, que murió la muerte más larga, viendo cómo Marion Cotillard vuelve a morir para otro, deseoso de señalar sin comprender por qué las mujeres mueren, una y otra vez. Una Judy Garland de 16 años, adicta a las pastillas, que fumaba 80 cigarrillos al día para caber en el traje de Dorothy en El mago de Oz, finalmente vindicada. ¿Qué pensarían? Siento que la película se dobla sobre sí misma.

Como hizo Dorothy Arzner en Baila, muchacha, baila, la sucesión de los monólogos de Adam Driver en Annette vuelve a desmontar, mediante el señalamiento, ese plano contraplano entre público y artista que se ha reproducido de forma irreflexiva en cientos de películas. Dos posibilidades: actuación-aprobación. Actuación-desprecio. Es curioso que el #MeToo haya permitido colocar a un hombre en el lugar de la bailarina de una forma más o menos verosímil; que ahora atendamos a la escenificación de la ‘pesadilla del genio’ en la que la locura no emerge de dentro, como en All That Jazz, por ejemplo, sino que se entrega en la mirada de una audiencia cruel e insatisfecha. Me hace gracia que ese miedo a la mirada ajena, más de un siglo tarde, se vaya a reproducir dentro de sus cabezas con la misma imagen cinematográfica, el mismo contraplano imaginario. La fantasía de estar en el escenario, la posibilidad real de ser expulsado al más mínimo fracaso. Arzner regalaba otra fantasía distinta: la de plantar cara al público y responder.

Aún así, mientras miro a este Adam Driver como un Bo Burnham demente que fantasea con el éxito o caída de su propia comedia, siento que sus miedos son distintos a los míos: morales, no cualitativos, más duros con la paulatina ineptitud de sus impulsos más primarios para hacer reír a los demás que con el fruto temeroso de un trabajo insuficiente, un talento insuficiente. El cómico teme que el público deje de responder a su naturaleza, más que a su virtuosismo; envidia la mirada de la audiencia sobre una artista más elevada, que se ha construido a sí misma, más de lo que envidia su talento y su capacidad. Los hombres no fantasean con barbrastreisands.

La idea con la que se resuelve este señalamiento de su mezquindad, un poco patética, también me parece divertida: es como si la película, con esos actores que no saben cantar, absolviese al cine musical de sus antiguos pecados. Como si bajar a la mujer del escenario, como hace finalmente la pequeña Annette, fuese la única manera de dejar de morir una y otra vez o de ser esclava ante los ojos de la gente; de cincelarte para servir los propósitos de otros. Me hace gracia que quien canta la canción sobre una niña que niega, de una vez por todas, que la exploten por su voz, sea finalmente una niña de carne y hueso: que para deshacer el símbolo que sustituye a la mujer por una marioneta, una pequeña actriz salga del mundo real para convertirse en Annette. Escapar de Dorothy, hacerla nacer otra vez.

Me hace gracia porque señala una repetición que es trágica y es cierta: hasta cierto punto estamos todos atrapados en el espectáculo, y el musical está lleno de fantasmas. Pienso en todos los cuerpos que produjo Glee, la serie que tradujo Broadway a un lenguaje puramente televisivo con tantísimo éxito en todos los sentidos menos en el de conseguir prestigio y dar continuidad a sus estrellas: olvidadas, muertas, convertidas en un titular que vuelve a salir a la luz una vez cada par de años. Pienso en Lea Michele, que era una barbrastreisand con todas las letras. Una voz impresionante, una reputación horrorosa. Y en que esta época no ha tenido ni tiempo ni ganas para ella: desde entonces ha sacado varios discos de Navidad y no ha vuelto prácticamente a trabajar.

Entre escena y escena, virtuosa e imaginativa en lo visual, el discurso de Annette apela perezosamente a ese público que presuntamente se ha cansado de los hombres. Pero no puedo evitar pensar, y supongo que no tiene nada que ver con la película, en cómo la industria sí parece haberse cansado de las mujeres, las barbrastreisands, sobre las que el espectáculo se había construido hasta ahora: el ego desbocado ya no se perdona, el don y la autoexigencia no son suficientes y no son temas que en sí mismos despierten interés. Pienso en Lady Gaga en Ha nacido una estrella; en cómo ahora, reconvertida en actriz y paseando por Nueva York vestida de Valentino, de Gucci o de Rodarte, parece más un throwback nostálgico que una estrella viva y genuina. No sé si este momento histórico puede revivir el musical sin esa sensación constante de estar mirando hacia atrás en un gesto solipsista.

En cualquier caso tengo curiosidad: por descubrir si verdaderamente se puede estar agotando la fantasía de la ‘mujer en el escenario’ y en quiénes son los que lo están logrando, en ese caso: ¿Los hombres que dejan de explotarnos por solidaridad, como Carax, pero que no se bajan del lugar más alumbrado? ¿La mujer que, como Annette, decide dejar de cantar cada vez que las luces caen sobre ella? Hubo una época en la que, en el cine, todas éramos cantantes; en la television y en nuestra cabeza, todas éramos estrellas, y la única manera de pensarte era aspirar a esa virtud externamente validada que, sin que yo me diese cuenta, se ha escapado del cine y supongo que ha encontrado una nueva pantalla.

Yo me imagino que canto, una y otra vez, porque viví un momento totalmente espídico de este imaginario sin diluir: a principios de los años 2000, cuando todas las chicas empezaron a desdoblarse para exhibir su faceta de artista sobre el escenario y las series de la tele se convirtieron en una especie de sonambulismo de la MTV. Como esa Katie Holmes a la que, sin saber cantar, hicieron entonar una canción de Los Miserables en la primera temporada de Dawson Crece y a la que después, para actualizarse, pusieron a actuar junto a Chad Michael Murray en una versión estrepitosa de una canción de Cheap Trick y otra de Joan Jett: el musical, vinculado a la inocencia, se había pasado de moda, pero el requisito de actuar no hacía más que coger fuerza.

El vídeo me obsesiona porque captura perfectamente ese momento cultural en el contraplano infame, extrañado y exagerado, de los amigos escondidos entre la audiencia: el gesto de sorpresa, primero, y de admiración, después (siempre en ese orden) que debía convencerme de que ella era estupenda y aquello que estaba haciendo era la máxima exhibición de dignidad a la que yo debía aspirar. El contraplano tapaba los gallos, hacía a la artista, me engañaba sesenta años después de que Dorothy Arzner lo hiciese trizas. Sólo el tiempo lo ha convertido en algo risible, y aún así me hace cosquillas en el fondo de la tripa.

Después de ella vinieron muchos más: la pandilla de Rebelde Way y sus bailes que no impresionaban a nadie, pero que me aprendía con la esperanza de que llegase el momento, que nunca llegó, de llevarlos a cabo enfrente de alguien. La adolescencia femenina me parece una preparación constante para el momento que vive Gabriella en High School Musical, un ensayo de la timidez absurda con la que descubría su talento en un karaoke, delante de todo el mundo, sin que pareciese posible cometer ningún error. Como Demi Lovato, que era otra Dorothy entre bambalinas, en Camp Rock, que adaptó la fábula de Cenicienta a esta obsesión onmipresente con la voz.

Me sorprendió un poco ver que el remake de High School Musical, High School Musical: The Musical: The Series, toma prestado el escenario imaginario de Glee, esa especie de aparte onírico en el que cantan los personajes y en el que algunos nos hemos quedado a vivir, y que en este nuevo contexto la serie entera parece casi un anacronismo. Menos cuando Olivia Rodrigo (Olivia Rodrigo, que en su disco debut canta “Who am I if not exploited?”; porque todos somos conscientes de todo, constantemente) se declara a un chico en una publicación de Instagram y él no la corresponde.

¿No es ese un momento mucho más Baila, muchacha, baila que ningún casting filmado en plano contraplano con el público? ¿Hemos empezado ya a soñarnos cantando en una pantalla? Según Riverdale, mi termómetro infalible de lo camp, mi fantasía ya ha empezado a formar parte del pasado: en la última temporada, que da un salto totalmente inverosímil al presente, los personajes cantan en un speakeasy con telón de terciopelo, estilo lynchesco, la canción de Bradley Cooper y Lady Gaga en Ha nacido una estrella. Hay algo anacrónico, casi irrisorio en la idea de la actuación pensada para despertar envidia. Incluso allí, escenificada a la antigua usanza, no parece capaz de convertirse en la fantasía de nadie.

Pero no sé si el gesto de Annette al elegir la oscuridad para no volver a emitir una nota esclava (“a vampire foreveeeeer”, esto me encantó), puede ser algo más que un golpe de gracia; rechazar el foco como opción para independizarnos finalmente de las miradas. O si, al decidir callar en un espacio completamente espectacularizado, sólo estaríamos cediendo un espacio más. Siento que la película trata de liberarnos de un lugar que ya ha desaparecido, sin entender cuáles son los mecanismos que nos atrapan. Dándole más peso al escenario y a su director ejecutor que a la mirada.

Pienso en Lorde, que ha cabreado a todo el mundo por cantar de su felicidad en Solar Power, y que ha inscrito esa felicidad exactamente en la imagen de otro contraplano mirón: “my boy’s behind me, he’s taking pictures”. O en Las chicas, de Emma Cline, el libro que acabo de cerrar y que describía una soledad propiamente femenina como ese notar constante de “la ausencia de unos ojos que me miraran, tal vez”. No importa el tiempo que pase. Abro el móvil y lo primero que veo en Twitter es el vídeo de Stevie Nicks girándose en el escenario para cantarle a su ex, Lindsey Buckingham, en un concierto de Fleetwood Mac: “I’ll follow you down till the sound of my voice will haunt you”. Y la cámara le enfoca a él, a sus ojos de carnero degollado. Es la misma amenaza que le hace Marion Cotillard, convertida en fantasma, a Adam Driver en Annette. Y sigue siendo la única fantasía: que nos miren, que nos oigan. No he aprendido a desear otra cosa.

(Mientras termino este texto nostálgico del musical, que se parece más a una carta o una lista de la compra, veo y procedo corriendo a olvidar esto).

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