Hombres, me gustáis: un ensayo sobre el arte cinematográfico

Noah Benalal
12 min readFeb 14, 2023

En un clima de micronichos y redes sociales en peligro de extinción que paulatinamente se van despoblando, me cuesta separar la tendencia de lo que simplemente se ha puesto de moda en un grupo de amigos. Pero sí creo que en los últimos meses, tal vez por el impulso de la publicación de Heat 2, hemos estado revisitando obsesivamente la obra de Michael Mann, un cineasta que lleva años reivindicado en la esfera del film tuiter anglo y que poco a poco aquí también hemos ido canonizando, no sin cierta dosis de admiración mistificada y fetichista. Es mi lectura de Heat 2, de hecho, lo que hace que me decida a compartir un día como hoy un texto como este: el hecho de que, después de disfrutarla profundamente pero casi a pesar de toda ella (de su lenguaje, sus frases hechas, sus clichés, su victimización serial de las mujeres, su estatus de novela de género bastante, bastante mal escrita), me hace preguntarme, simple y llanamente, por qué.

Porque antes de Michael Mann mi microobsesión fue Point Break (Kathryn Bigelow, 1991), antes de eso Master and Commander (Peter Weir, 2003) y antes la franquicia Fast & Furious — de lo fría que me dejó la última entrega aún me estoy recuperando, y si me habéis mandado el tráiler de la próxima esperando una respuesta esta es la razón por la que os dejé en leído; por favor, déjenme sola — , la pregunta que me repito es, en el año en que la Sight&Sound y la Academia de cine parecen haber descubierto el cine hecho por mujeres, y en el año en que con más rechazo me rebelo ante los modos de leer y hablar de cine de los hombres — y entiéndase que no hablo en ningún caso de “hombres y mujeres” como oposición binaria, esencial e inescapable, pero creo que más o menos sabéis a qué me refiero — , repito, mi pregunta es: ¿por qué sigo llevando este cine hipermasculino por bandera? ¿por qué, con todo o precisamente por todo, me lo hace pasar tan bien?

Creo que no es baladí tratar de explorar, en el día en que tantas mujeres se preguntan y a mí por qué narices me gustan los hombres, las razones que pueden subyacer a mi disfrute personal de estas películas de género (digamos rápidamente “de acción”) que tienen incuestionablemente una marca de género dentro y fuera del texto, y cómo este disfrute puede articularse diferencialmente desde una “subjetividad femenina” que no pasa por aquello de no quiero ser cómo las otras chicas, puesto que las “chicas” establecemos lazos y comunidad alrededor de estas películas. De nuevo, empleo “masculino” provisionalmente, para referirme a este cine construido alrededor de personajes que son hombres, dirigido a una audiencia tradicionalmente masculina y que se preocupa por la actividad extremadamente seria de unos tipos extremadamente profesionales que se autodestruyen total o parcialmente en el proceso de la consecución de sus metas, solo para descubrir que sus metas eran lo de menos y que lo que estamos viendo no era más que un tratado visual acerca de la persecución ciega del placer y del deseo. Me refiero a pelis como Heat (Michael Mann, 1995) o Blackhat (Michael Mann, 2015) pero también a Top Gun (Tony Scott, 1986) y Days of Thunder (Tony Scott, 1986). Y por supuesto pienso todavía en Top Gun: Maverick (Joseph Kosinski, 2022), la película más taquillera de todos los tiempos y una que aterrizó bastante cerca de mi corazón por varios motivos: pienso en lo maravillosa que resulta en su simulación del volar y de la amistad entre hombres y en lo aburrida e insulsa que se vuelve en su representación de las mujeres, que metieron con calzador y claramente no podían importarle menos.

Y, sin embargo, en lugar de expulsarme, hay algo en estas películas completamente ciegas a mi identidad y mi experiencia que me hace sentir llamada, algo placentero que me invita a procesarlas a través de mi mirada y reapropiármelas, a fangirlear — otra palabra tal vez inadecuada — alrededor de ellas y convertirlas temporalmente en mi razón de ser, de una forma que no excluye otro tipo de películas pero sí presenta una estructura de relación diferente. Mi teoría es que tiene que ver con cierta posición de superioridad que me permiten adoptar, superioridad que en realidad no es otra cosa que exterioridad, algo que me ofrecen inconscientemente (porque no están hechas conmigo en la cabeza) pero que resulta que disfruto — disfrutamos — casi como un regalo: el regalo de contemplar algo desde un “afuera” completo y total, afuera no solo del propio cuerpo (que no encuentra en la pantalla un equivalente en el que proyectarse) sino de todos los significados que es imposible eludir en otro tipo de películas que sí tratan vivamente de apelarnos y que sin embargo una y otra vez descubro — ¿descubrimos? — completamente muertas.

Es decir: quizá, si disfruto con estas películas que siguen a hombres pensativos y rumiantes que adolecen de una soledad crónica que podrían fácilmente evitar, que están platónicamente enamorados de sus compañeros de oficio, también hombres, sin saberlo, y que realizan mejor que nadie un trabajo o una actividad concreta que a menudo considero inmoral, es porque me despiertan una tremenda curiosidad tan tremendamente ajena que sólo en el terreno de la fantasía puede saciarse. Creo que me enfrento a ellas con una fascinación extraña, como si presentasen ante mí un universo privado al que no tengo acceso, como si abriesen puertas que antes estaban cerradas y que ahora atravieso como si se tratase de una pequeña transgresión (porque, para encontrar lo que tras ellas se me ofrece, hay una serie de cosas que tengo que dejarme en casa). Allí, en ese terreno, residen una serie de deseos que no se me había ocurrido albergar y que, creo que a diferencia de quienes son criados en esa masculinidad que necesariamente es la exclusión que muchas otras cosas, ni siquiera me interpelan negativamente, no son los modelos que estoy fracasando a la hora de imitar: hablo de mitos masculinos como la libertad, la persecución del placer o la ambición autodestructiva; mitos relacionados con el trabajo, la capacidad y la aprobación de tus pares; de la aspiración última a ocupar el centro del mundo, más dedicado a rendirles pleitesía a ellos (el héroe, el cuerpo, el actor; el hombre) que a preocuparse por su propio futuro, dando lo mismo si al final lo salvan o simplemente lo ven arder; mitos que, para mí, son puramente cinematográficos.

Cambio ahora a una segunda persona donde “tú” eres, como yo, una mujer más o menos consciente del lugar que ocupa realmente en estos sistemas aspiracionales. Ante estos objetos hay, supongo, varias reacciones posibles. Quizá la omisión te interpele violentamente. Quizá el carácter fantástico y fantasioso de estos esquemas narrativos no te interpele en absoluto, desechando este cine hipermasculino y prefeminista como parte de un pasado al que solo una nostalgia viciosa y peligrosa puede hacernos querer volver. O puede que aceptes gustosamente, al ver la película, el pacto implícito de lanzarte a la contemplación del sueño de otro, a una fantasía básicamente ajena y agotada: porque “tú” sabes que pilotar un avión es terrible para el planeta, “tú” sabes que trabajar tiene implicaciones problemáticas independientemente de lo bien que se te dé, “tú” sabes que ejercer fuerza sobre otros, por ejemplo siendo militar o policía, cae en el lado de lo reprobable, y “tú” sabes que cualquier exhibición de un talento excepcional por tu parte suele terminar manchado por la envidia, por la apropiación de tus logros o, como lúcidamente desgranaba aquí Anna Pacheco, por la adulación impostada de algún baboso. “Tú” no tienes absolutamente nada que ver con, por ejemplo, Tom Cruise.

Y sin embargo quieres contemplar cómo lo logra. Yo creo que esto último sí puede atribuirse a un tipo algo perverso de placer posfeminista nacido de las cenizas del proyecto fílmico feminista, del fracaso de los amagos (y ojalá la re-reivindicación de Jeanne Dielman sirva para algo) de deconstruir la mirada dominante del cine de ficción y construir una nueva, no solo politizada sino acompañada de nuevas y buenas prácticas industriales. Desactivado y capitalizado por la industria masiva, el discurso fílmico feminista que cristalizó en el Hollywood post #MeToo ha perdido muy rápidamente su lustre y su promesa: confrontadas con un puñado de historias en las que chicas guapísimas hablan como si les estuviesen leyendo tuits por el pinganillo y consiguen por fin su venganza (Promising Young Woman, Emerald Fennel, 2020), consiguen por fin su venganza (Black Widow, Cate Shortland, 2021) o consiguen por fin su venganza (Do Revenge, Jennifer Kaytin Robinson, 2021) — pienso en la review de Lucy en Letterboxd que decía, a propósito de Don’t Worry Darling: “no sé cuál es la ola del feminismo en la que han entrado en las películas últimamente, pero, ¿podemos pasar a la siguiente?”; confrontadas con ellas, ese otro lugar espectatorial del que disfrutan los hombres, que simplemente pueden sentarse y disfrutar de una película, ejerce sobre nosotras una suerte de fuerza gravitatoria. ¿Es posible que nos estemos apropiando de su libertad espectatorial, de la posibilidad de asistir al cine simplemente a disfrutar, a vaciarnos frente a una película sin que nuestra identidad se vea puesta a prueba?

Vuelvo de nuevo a la exterioridad y a ese poder trepidante que creo que induce en mí misma el poder mirar a las películas completamente desde fuera, que es precisamente lo que me permite entrar en ellas, vibrar con ellas, establecer una relación de fascinación. Pese a todos nuestros intentos y alguna prometedora excepción, creo que la película que solo se mira a sí misma sigue siendo una película llena de hombres. Creo que varias razones tras esta ausencia son obvias (no hay suficientes mujeres haciendo películas y la industria sigue forzando que la feminidad se convierta en un tema; a la vez, la mujer filmada sigue sin estar libre de significados de los que cuesta evadirse), pero también creo que es la misma ausencia la que contribuye a este tipo — y por eso digo perverso — de fascinación: quizá sea tan sencillo como que las películas a las que me refiero no llaman a ningún tipo de identificación, especialmente no en nuestro caso, y eso es precisamente lo que durante un rato —y no lo digo en un sentido político, sino casi todo lo contrario — nos libera; levanta temporalmente un lastre. Creo que el disfrute general de este tipo de cine tiene que ver con la abstracción y la deificiación, con un bastante primal y nada sofisticado sentido de la maravilla, y que es en la contemplación de estos cuerpos no significados y sus fantasías quizás absurdas, a menudo tan fundamentales como un ladrillo o una viga, donde nuestra subjetividad encuentra un camino alternativo que acaba en un tipo concreto de placer.

Es decir: frente a estas películas nos convertimos en meras voyeurs que pueden simplemente disfrutar de la velocidad, de la belleza o de la capacidad idealizada de los cuerpos en la pantalla, que es lo que se espera de los espectadores prototipo, es decir masculinos, desde que el cine se convirtió en un fenómeno masivo. Estas películas, diría, nos permiten ocupar transitoriamente una posición poco habitual, experimentar esa suerte de placer puro y abstracto propio del cine en el que el cuerpo se abandona pero el ser no se proyecta en la película, manteniéndonos en una posición ideal en frente de la pantalla que resulta más atípica de lo que a priori podríamos pensar teniendo en cuenta cuál es la disposición normal de una sala de cine (con los espectadores en frente de, no dentro de, escribiendo thinkpieces sobre, etc.). También ayuda que las películas de acción sean aquellas de las que es más complicado hablar, las que menos esperan de ti que respondas con palabras y que te las lleves a casa: vivencia pura y contenida en el momento, choca con la vocación comercial de otros géneros, tradicionalmente orientados a un público femenino, que nos encierran en una profecía autocumplida que primero nos quiere Madame Bovary y después nos odia y nos insulta por leer las películas de esa manera, buscándonos a nosotras en ellas, como si nos estuvieran dejando otra forma de hacerlo (un poco la paradoja que planteaba la conversación acerca de Autodefensa, ¿puede un relato no ser interpretado como generacional si el marco de la experiencia es el único que se nos deja explorar en series o películas, que la presencia de nuestro cuerpo en ellas prácticamente verifica? ¿nos están dejando hacer otra cosa?).

Por supuesto que hay más factores en juego en el disfrute del que veníamos hablando, y todos ellos me interesan por separado: tiene que ver mi propio fetichismo, el deseo y el juego colectivo en el que entramos cuando parte de la experiencia alegre del visionado que nos llena de energía consiste en reírnos un poco de estas películas, leyéndolas como si fuesen fanfic o convirtiendo a los hombres en objetos de nuestra mirada, que diría que en general es inocente pero que también bastante juguetona, que no es irónica pero que se encuentra—tal vez porque el mecanismo estructural de la ironía también se funda en la distancia — más cercana a la ironía que otras formas de ver; puede que esta sea la razón por la cual puedo leer Heat 2 y soltar una risotada cada vez que la cosa se pone demasiado viril, demasiado obvia en su performance, y por la que esto mismo refuerza, en lugar de deshacer, mi disfrute de la misma; porque se redobla la exterioridad, puedo construirme allí donde me expulsa. Además, influye que esta distancia nos esté colocando frente a unos cuerpos (reales o imaginados) nada vulnerables, que no se encuentran victimizados ni aumentados con miras al sexo, sino idealizados con otros criterios más o menos autoimpuestos; esto también convierte estas películas de hombres en un caldo de cultivo para la exploración segura de un erotismo mayormente femenino o no (cis)heterosexual; en ausencia de víctimas y relaciones excesivamente desiguales de fuerza, el voyeurismo se vuelve inocente, el poder un juego, y la institución de la camaradería entre pares, tan peligrosa en el mundo real, un terreno fértil para todo tipo de fantasías.

Pienso ahora en Point Break (Kathryn Bigelow, 1991), y en cómo esta directora — cuyo éxito a menudo se ha achacado despectivamente a emular las formas fílmicas “masculinas” en lugar de abrazar cierta esencia reivindicativa de lo “femenino”; vemos cómo estas categorías que nos servían como punto de partida tiemblan en cuanto se someten a cierto escrutinio— penetra en ese mundo de hombres y nos lo ofrece en bandeja para que juguemos con él. En cómo esta película, que es imprescindible para entender todo un subgénero de películas de acción — en ella, dirigida por una mujer, se basa la primera película de Fast & Furious, A todo gas (Rob Cohen, 2001), que simplemente cambia las tablas de surf por coches — apela sin fisuras a una audiencia de hombres cisheterosexuales, pero también se despliega como una suerte de Magic Mike XXL ante la mirada de un público femenino o no heterosexual. Point Break, con su surfero bueno y su surfero malo y la relación arquetípica que se establece entre ambos, permite y habilita un tipo de doble lectura que está disponible en muchas de estas películas (de nuevo: Heat, Top Gun, etc.), que llegan al homoerotismo por la vía de una explotación estética y temática de la masculinidad que no obstante se sitúa, porque no es política, al margen del discurso. Podríamos hasta decir que Magic Mike XXL (Gregory Jacobs, 2015) es una respuesta a esta especie de mito viril cinematográfico, pues la película sabe que a lo que se reducen estas exhibiciones de la capacidad masculina—de pilotar, de hackear, de investigar o de pelear — es a la satisfacción del deseo visual, a nuestras ansias de belleza y de espectáculo abstraído y disfrutado en un lugar seguro. A la pregunta que se hace Magic Mike XXL (¿Podrán estos hombres que han perdido de vista su vocación profesional cargar sobre sus hombros el peso de una película?) se responde ella misma (¡Pues claro!, ¡mira lo bien que bailan!).

Más allá de cierta independencia de la forma y la fascinación fílmica a la que sí me parece productivo aspirar, nada de lo que estoy diciendo se corresponde, ni mucho menos, con el planteamiento de un modelo de cine que me parezca útil o reparador políticamente, ni creo que esta reflexión sobreviva a mucho escrutinio. Casi, más bien, todo lo contrario: creo que solo me dejo llevar por ese algo Romántico y tal vez reaccionario que evocan estos personajes que parecen sobrehumanos y siempre están caminando en los límites, dispuestos a arriesgarlo todo y a sacrificarse por la máxima sagrada del argumento y de la acción. Estos hombres que no deberían gustarme y pese a todo me gustan quieren dejar de ser ladrones, policías o pilotos, pero nunca van a conseguir hacerlo, porque en el fondo prefieren dejar que su placer masoquista los destruya; prefieren exhibir su propio exceso de talento que aspirar a ningún tipo de felicidad. Esto es trágico y estúpido y resulta estúpidamente satisfactorio tal y como se presenta en una película, porque las películas son el único lugar desde el que podemos contemplar, de un modo placentero en lugar de aterrador, las consecuencias de esta vanidad aceleracionista y extrema que hoy puede acabar con todo. No son un modelo: son un lugar completamente seguro para caminar sobre los límites, y para explorar todo aquello que precisamente no tiene lugar en nuestro discurso racional, político, y personal.

Igual tampoco tiene mucho más, y puede que este solo sea un texto sobre mi propia hubris: la justificación de por qué me lanzo como Ícaro a una industria de hombres que, si pudiera, me devoraría entera; por qué la miro con fascinación cuando ella me mira con condescendencia. La primera vez que vi A todo gas (Rob Cohen, 2001), escribí en mi cuenta de Twitter: “Fast & Furious es tan sexy que quiero llorar”. Lo único que estaban haciendo era conducir muy rápido, muy bien, con una intensidad plena. Por alguna razón, todavía es lo que más me llega.

--

--