Generalidades generacionales y desmembramiento de un sofá

Noah Benalal
11 min readApr 15, 2018

(Me mandaron escribir muchas palabras sobre la tele, creo que demasiadas, y en vez de eso hablé de mi mejor amigo de cuatro patas, que ya no está)

Es casi el aniversario del día en que rompí mi sofá en trozos.

Si parece que no hay nada extraordinario en este gesto puede que sea simplemente porque es cierto: atribuir muchísima carga simbólica a cosas sin importancia es muy propio de mí, y lo del sofá, según mi padre, es lo único que puede hacerse con un mueble viejo que no cabe por la puerta. Era o eso o no sacarlo, y del trasto había sí o sí que deshacerse, los motivos de esto siendo mitad prácticos, mitad simbólicos. Prácticos porque se avecinaba una reforma integral de mi casa, en la que iba a desaparecer la salita de estar; sin sala de estar el sofá pierde su sentido y conservarlo así, desplazado, triste, viejo, habría sido un acto bobo y cruel, mal vestido de sentimentalismo. Los motivos simbólicos son más complicados de explicar, pero por el momento basta con saber que, aunque en ningún otro sitio he sentido tanto calor, comodidad y familiaridad como en ese silloncito anciano, en sus últimos días ya sólo me refería a él con apelativos como «agujero negro», «vórtice» o «saco de muerte»; que con los años yo fui ganando en despotismo y sentido del drama, y que mientras él iba volviendose cada vez menos rígido, menos beige.

Mi padre no ha sido capaz de explicarme exactamente cómo llegó el sofá a ocupar su sitio dentro de nuestra salita de estar; un misterio porque, como digo, el bicho por la puerta no cabía. Imagino que vendría desmontado y que un par de transportistas o profesionales del mundo del mueble entrarían en el cuarto, con él en trozos, y lo montarían una vez dentro. Pero los trozos finales que sobrevivieron a nuestro destrozo no podían parecerse menos a piezas originales, capaces en su día de dar lugar a un sofá entero, nuevo; no, lo que hicimos no fue devolver a su estado inicial algo hecho de «algos» más pequeños, descomponer respetuosamente un total en sus componentes y amontonarlos de forma ordenada. Lo que quedó de mi sofá era, a todos los efectos, un cadáver. Tela rota y atravesada brutalmente por barras de hierro que se entrecruzaban sin orden ni concierto, espuma desparramada por todas partes, restos agonizantes de este desmembramiento que no conmovieron a mi padre ni un poco pero que, a mí, me parecieron prueba irrefutable de que lo sucedido en mi salita de estar había sido un acto de violencia.

Eso explica que mi victoria sobre el sofá me dejase sintiéndome un poco perversa, un poco triste. Ahora, para que se entienda el sentimiento de victoria, tengo que volver al símbolo: lo que pasa es que mi «zona de confort» tenía hasta entonces una representación espacial perfecta en esa habitación. Un rinconcito con cuatro paredes y la puerta siempre cerrada, una parcelita de mi casa donde no entraba nadie más; la primera prueba de que siempre he sido un poco déspota, un poco princesa, es que he crecido con no sólo uno sino dos cuartos propios.

Dos cosas sueltas que no tienen tanto que ver:

Cuando era pequeña tenía un vecino que me invitaba a su casa a ver películas y me dejaba llamarle «mayordomo» (él es quien me puso por primera vez «Lo que el viento se llevó»). Un día por aquel entonces grité a mi abuelo, que también me dejaba llamarle «mayordomo», porque en mi sopa de estrellas había pocas estrellas.

Lo que quiero decir es que mi vida ha estado atravesada siempre por salirme con la mía, y que siempre he sido quisquillosa con la comida en habitaciones con tele. Que todo a mi alrededor ha favorecido que crezca con este sentido agrandado de mí misma, este afán de protagonismo dramático y eso que ahora llaman «hábitos de vida sedentarios», quitándole a la costumbre de moverse poco todo lo que podía tener de aristocrático. Niña rubita y menuda sentada delante de la televisión, ordena un plato de patatas fritas para merendar, se adelanta a los diálogos de «Superman II» y de mayor quiere ser «Cleopatra»; aquí un salto de varios años en el relato: en su lugar, una adolescente menos rubia y menos menuda, que ocupa más espacio en el sofá, se levanta y va corriendo a vomitar porque ha comido demasiados altramuces. Suenan las risas enlatadas de una emblemática comedia de los noventa.

Esta chica más mayor no quería ser nada, y gustaba de hacerse la enferma sin moverse del sofá. En los años de entre medias vio mucha tele libre de nostalgia, toda la tele a la que después volvería con nostalgia, por pasar el rato, porque no tenía nada mejor que hacer y porque estaba triste, porque un día se puso triste. Esta experiencia tiene muchos ecos, la de hacerse un poquito más mayor y ponerse triste de repente y, en la maraña de estado en la que todo cuesta un horror, darse a las cosas que menos cuestan. Yo me puse hasta arriba de cosas que engordan, intentando de vez en cuando buscar soluciones intermedias, como los altramuces, que por satisfacer menos me hacían sentir, perversamente, mejor; y además vi la tele, mucha tele.

Hay un sketch de una pequeña serie de sketches en el que dos de sus protagonistas lo pierden todo después de engancharse a una serie, una conocida serie de los años dos mil ambientada en una nave espacial. En el atracón más fuerte, más irreflexivo, más definitivo que me he pegado nunca de tele, yo me comí esa misma serie: cuatro temporadas en cuatro días, sin moverme en absoluto de mi salita de estar. No es muy divertido, este sketch; va de gente que lo pierde todo porque deja de cuidarlo, que no saca fuerzas para hacer otra cosa que no sea poner el capítulo siguiente de esta serie de televisión, y que se le aleja del mundo tanto que, cuando la fantasía se acaba, no tienen ningún sitio de verdad al que agarrarse.

Al pensar en esa pasividad, en esta pereza tan trágica nuestra, se me viene a la cabeza una imagen mental, prefabricada, del efecto que tienen los cuerpos sobre el sofá.

Hablo de la huella que dejamos en los cojines blandos por culpa de la gravedad, y que tiene nuestra forma. Qué decepcionante que, el día del asesinato, no hubiese tal hueco en mi sillón. Después de casi veinte años, la única prueba visible de nuestra relación, tan estrecha, tan desesperada, era alguna mancha de leche de mis cereales derramados, y otro par de lamparones de café en unos cojines que también tiramos. Ridículo que lo nuestro dejase tan poco rastro, me pareció; casi humillante, porque yo sí notaba físicamente el efecto gravitatorio del maldito trasto sobre mi cuerpo, todo ese tiempo, como una cuerda invisible que tiraba siempre de mí hacia mi agujero negro. Injusto, como ser pequeña y caerte al suelo y hacerte muchísimo daño y romperte la piel, y saber que sin embargo el suelo no sufre nada, qué rabia. Qué gusto y qué pena me dio, romper el sofá en trozos.

Pena porque refugiarme en la tele de siempre, como hice esa vez en esa emblemática comedia de los noventa, ha cumplido su propósito de manera impecable a lo largo de los años. Cuando todo empezó a desajustarse a mi alrededor, cuando la adolescencia me pilló desprevenida y sin preparar y me dio en la cara con todos sus bártulos dramáticos, cogí el hábito de «volver» a la tele como quien vuelve a casa, volver al sofá. Entra una serie de las de siempre, pausa mi trama y todo deja de moverse, y ahora sólo tengo que observar cómo otra trama se desenvuelve y avanza segura, hasta un lugar que ya conozco, inevitable, de una manera que sólo puede sorprenderme en los detalles. He pasado muchísimas horas a la deriva, tranquila de mentira en mi habitación con vistas.

Gusto porque, en mi afán por imbuir de significado y agencia a objetos inanimados en lugar de cargarme yo de responsabilidad sobre mis actos, ese sofá, y con él la tele, se fueron convirtiendo con los años en el símbolo de la pasividad tóxica hacia la que tiendo si me dejo ser. Todas las cosas que no he hecho porque me daban miedo han ido dejando en ese sofá fantasmas, resultaba casi escandaloso que nadie más pudiera verlo, impensable que tampoco dejase su marca, como el café o como la leche, todo lo que le lloré encima al pobre sofá cuando era una adolescente con mucho sentido del drama, que bien podría haber sido antes de ayer. Librarme del maldito sofá era librarme de un lastre, negarme el rincón de la autocompasión desde el que negaba la vida y me negaba a mí misma, y desmembrarlo casi un acto de rebeldía: tal vez la rebeldía más floja y princesita disponible, indudablemente invisible para nadie más que para mí, pero muy efectiva para una muchacha tranquila con complejo de protagonista.

Vuelta a mí, mirando los trozos de mi sofá desmembrado y sintiendo todos los sentimientos al mismo tiempo.

Mi padre, totalmente ajeno a mi drama, seguía intentando ingeniárselas para meter el esqueleto de hierro en el ascensor: un único hierro, una indudable única pieza que siempre había sido una, tan grande que tampoco doblaba la esquina en las escaleras. Así que ya no había explicación posible que diese cuenta de cómo llegó ese sofá a mi salita de estar, a no ser, de repente lo veía claro, que el sofá hubiese crecido en todos esos años conmigo languideciéndole encima. Aquí estaba, inequívoca, irrefutable, la huella de todo eso que vertí en él y que no podía no haber dejado rastro, y de repente me embargó la culpa por las atrocidades cometidas. Sí habíamos estado unidos, el sofá y yo, sí había sentido él en sus huesos, como yo en los míos, el peso de nuestro vínculo: tanto que, en una imposible pero clarísima pirueta de realismo mágico, el pobre había crecido para abarcar mis cosas conmigo.

No digo que me arrepintiese entonces de hacer lo que hicimos, pero sí hice con él las paces cuando mis recuerdos empezaron a volver a mí, iluminados por la nueva luz de esta complicidad que nos unía. No fue culpa del sofá que apenas fuese a clase en bachillerato, postrada delante de la televisión viendo otra emblemática serie de los noventa, mi favorita, la que cuenta las aventuras y desventuras de una cazavampiros de instituto. Y tampoco salió tan mal, al final, perder el tiempo. No fue culpa de la tele que decidiese abandonar la universidad, decepcionada, para luego decepcionarme y volver; y el resultado de ese desvío también fue bueno.

El problema es que, igual que mis mis piernas y mi espalda están anquilosadas por culpa del sofá, mi voluntad es floja y blanda y apenas es capaz de levantarme. Esto no es culpa de la tele, tiene más que ver con otras cosas, claro; no sé si habrá pasado inadvertido que mi padre, aunque no deja que le llame «mayordomo», es quien hizo todo el trabajo bruto de nuestro desmembramiento. Mientras yo miraba atenta y paralizada, me dejaba atenazar por la duda y el remordimiento y hacía preguntas imprácticas («¿cómo llegó el sofá hasta aquí, si no cabe por la puerta?»), otros hacían lo que había que hacer para satisfacer mis necesidades, cumplir mis deseos, saciar esta sed tan boba de sangre simbólica.

He aprendido a pensar televisivamente, espectacularmente, narrativizándolo todo, tratando, como la ficción, de dotar de importancia al acontecimiento insignificante que mejor me sirva para cumplir una función. Conceptualizo mi historia por capítulos que terminan en lugares simbólicos, gestos grandes y arbitrarios, como el día en que me deshice del sofá. Mi mapa del mundo tiene muchos huecos y deformaciones, claro, porque lo he pintado desde el sedentarismo, nada romántico y sólo un poco aristocrático, que practico en el sofá; pero también es amplio, bien conectado, todos estos simulacros me han provisto mejor de lo que cabría esperar. Lo que la televisión no ha sabido enseñarme es a desensimismarme, dejar de contemplar y empezar a interpretar un papel activo dentro de mi historia, un requisito fundamental del protagonismo, porque sin agencia, sin responsabilidad, no queda más que una languideciente espectadora.

Así que, mientras se deshacían laboriosamente del cadáver, yo empezaba a intuir que tal vez con el sofá no me libraba del problema. Cuando el hierro entró en el ascensor, de un modo de nuevo milagroso, y sus puertas se cerraron separándome del muerto y del rostro sudoroso de mi padre, agotado por tanto forcejeo, este capítulo de fin de temporada de mi vida terminó en epifanía. El sofá no era el problema, es cierto, pero deshaciéndome del sofá me negaba, por primera vez, la excusa. Estaba muy orgullosa de mi radical representación del acto de hacer borrón y cuenta nueva: me estaba imponiendo por fin actividad, un crecimiento personal. Ahora sí o sí tendría que moverme hacia delante sin recular, porque había perdido mi sitio favorito de descanso.

Epílogo: Ahora bien

Para la decepción ligera sí que te entrena muy bien la tele: después de un final vertiginoso, extenuante y lleno de promesas, la nueva temporada nunca acaba de satisfacer. Pero lo del sofá como exorcismo surgió efecto. He visto menos televisión este último año, he desautomatizado casi por completo ver televisión, y me sorprendo echando de menos esa sensación de caerme dentro, el tirón imposible del agujero negro, la inmersión absoluta, la evasión durante semanas de la que ya no soy capaz; esa tranquilidad de mentira que me lastraba, pero donde también me encontraba genuinamente cómoda. Demasiado cómoda, eso lo sigo pensando, y encuentro ridículo placer en la satisfacción, desconocida hasta hace nada; el momento en el que, después de un par de capítulos de cualquiera de las series de siempre, considero que ya he tenido suficiente. Ya no puedo retraerme del mismo modo porque lo de fuera insiste, el mundo insiste. Ahora lo real también ejerce gravedad.

Pero, a los que somos como yo, la «zona de confort» nos crece como una hidra. Sigo tendiendo hacia dentro, hacia la pasividad, a poner mi cuerpo flojo en posición horizontal y a buscar sitios de refugio. Sigo comiendo delante de la pantalla de mi ordenador, que ha sustituido a la tele, y ya apenas me molesto en buscar soluciones intermedias que no engorden. Tengo la sensación de que el tiempo se me pierde más que antes, porque las series de siempre se van agotando: cada vez hay más deriva y menos sorpresas, y lo predecible empieza a arañar un poco, de la manera en que las cosquillas acaban por doler si te las hacen siempre en el mismo sitio. Resulta que, casi un año después, he encontrado lugares nuevos en los que ponerme triste, y tengo que buscar soluciones nuevas, cortar más cabezas, pero no encuentro el momento.

Aún no es el aniversario del día en que rompí en trozos mi sofá, y lo mejor y lo peor de esta tristeza es que no la puedo acomodar del todo: que estos sitios que he encontrado no me sirven. Se me clavan los salientes de las sillas de la cocina. El colchón de mi cama es demasiado plano, demasiado duro. He vuelto a ver una serie de las de siempre, otra de instituto donde todo el mundo es perfecto, pero en la pantalla del ordenador son demasiado pequeños, no brillan tanto, y hablan demasiado. Así que me levanto y camino desencaminada, y así voy hoy, últimamente, como un perrito en una casa ajena, sin saber cuál es mi sitio, dando vueltas lastimeras porque no encuentro dónde echarme, porque todo va mejor pero, en días como estos, recuerdo a mi pobre sofá y echo mucho de menos su abrazo viejo.

Espero que me haya perdonado, aunque no lo quiera de vuelta.

Y espero, muy tontamente, que sus pobres trocitos también se acuerden de mí a veces.

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