Desde las vías del tren hasta el cielo

Noah Benalal
5 min readApr 1, 2022

Este texto se publicó originalmente en Árboles Frutales, el conjunto de cartas compiladas por Adrián Viéitez durante la pandemia. Su proyecto se convirtió en un libro publicado por Editorial Dieciséis. Hace dos años desde que lo escribí, dos años desde que se murió mi abuelo, y lo devuelvo a este espacio porque siento que me falta. Espero que no os importe.

La pierna de mi abuelo lleva ocho, nueve, diez o doce años enterrada. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que se la cortaron, aunque me acuerdo de la luz y del olor del hospital, de lo que estaba leyendo y de la culpa por disfrutar tanto del silencio en el lugar donde la gente se moría. Me imaginaba que crecía y que trabajaba allí, residente vascular del Clínico San Carlos; paraíso de fonendos, archivadores, palabras complicadas, chocolate de máquina y sándwiches mixtos calientes envueltos en papel Albal, chorreantes de mantequilla. Una vez al año volvemos, lloramos, acompañamos, nos calmamos y nos dan el alta, volvemos a casa. Aprobamos el simulacro porque la familia es una unidad altamente funcional. Mi función es tan sencilla como estar cerca.

La primera vez que le dio un infarto yo tenía tres años. No sé si me acuerdo porque me acuerdo o porque me lo han contado muchas veces, pero lo recreo contrapicado y desde una mirada diminuta, elevada como a tres palmos del suelo. Me subo al bordillo altísimo y recojo flores a la vuelta del colegio, como todo todos los días. Sigue sin meterme prisa, aunque paramos en el bar para tomar un zumo de naranja por primera vez. Llegamos a casa y cuando entramos por la puerta se desmaya. Tiene el corazón hecho un desastre porque teníamos que haber llamado a la ambulancia mucho antes. Vienen a llevárselo en un cuarto de hora.

Mi madre me explica, haciendo de madre al revés, que en el barrio me puedo fiar de todo el mundo. No pasa nada si me quedo sola, algún vecino me cuidará: si parece que se fatiga, que se lleva las manos al cuerpo, que pide que nos paremos a descansar, paro a quien me encuentre por la calle y le explico que mi abuelo no está bien. Me enseña el número de emergencias y hace que me aprenda el suyo de memoria, memorizamos las dos juntas lo que tengo que decir. Estoy muy orgullosa de saber lo que una niña tiene que saber de primeros auxilios, sólo tengo que encargarme de informar con las palabras adecuadas. Estoy preparada.

Disfruto de la solemnidad, de que las cosas se pongan en marcha a mi alrededor, del estado de excepción, de nuestra infalibilidad en el manejo de los protocolos de alarma. La casa huele más a tabaco y hay menos ruido, todo está en movimiento mientras yo espero. Son todavía más suaves conmigo, no se me requiere para nada. Se levantan las obligaciones: puedo leer y hacer lo que yo quiera, estar tranquila y convivir con la disociación. En el fondo una punzada de preocupación y el deseo apremiante de que todo se acabe. Por encima, y ahogándolo, el sosiego que siempre rodea a esta clase de tragedias de administración lenta. Me acurruco en el hueco que se abre en el tiempo. Mi ritmo ideal, de nacimiento, es este. A esta velocidad funciona mi cuerpo.

A un hombre judío hay que enterrarlo de cuerpo entero. La cremación es pecado, la Halajá determina que el difunto debe volver a la tierra; por eso hace años que pagamos al cementerio para que mantengan la pierna. A mí siempre me ha dado igual que me quemen o me deshagan o que donen mis órganos, mis dientes o mi piel, pero en estos días, cuando el horror se colaba, resonaba con la fuerza de esta prohibición. A la gente la están incinerando y nosotros no podemos, y además tenemos la pierna esperando. ¿Esperando a qué? ¿Por qué no puedo dejar de pensar en esto?

El cuerpo es más fuerte de lo que parece, el suyo especialmente. Hace años que va perdiendo todo menos el instinto de vivir y de querernos, pero ha elegido este momento para dejar de hacer lo primero. Ha dejado de comer, hoy se cumplen nueve días, y por inercia siento que esta vez tampoco va a dejarse ir, disocio, trabajo. Sé que voy a estallar cuando todo esto acabe, cuando se levante el protocolo de emergencia y yo haya perdido la parte más antigua de mí. Pero escribo desde una paz que me hace sentir culpable, porque esta parálisis y este silencio parecen señales, lo pienso cuando me salto el toque de queda y conduzco en la carretera vacía. Un proceso de dos décadas está llegando al final, y la sensación de irrealidad lo vuelve más real que nunca. Se lo digo al policía que me para: esta vez no va a haber hospital, así que nosotros vamos. No es por el virus, así que no lo van a separar de mí para quemarlo. Hasta que consigo que me reconozca y le acaricio sin guantes, un gesto que se ha vuelto peligroso y osado, y que desde aquí parece una soberana tontería, no me pongo a llorar. Paro rápido porque no sé si es higiénico y no quiero que me vea.

No sé si él entiende lo que está pasando, en nuestra casa o en general. Desde hace unos meses sólo deja de rezar para dar bendiciones, me ofrece dinero, me felicita por trabajar. También se desorienta y se va muy lejos y no sé si sabe lo que estoy pensando cuando interrumpe el baruj atá para decirme yo a ti te voy a querer siempre, nunca te voy a dejar de querer.

Soy una pieza, un testigo y una extensión de este proceso y sus límites siempre han sido los límites de mi miedo. Me aterra perderle desde que tengo recuerdos y aún así encuentro que sigo siendo perfectamente capaz de aprovecharme de la calma, del silencio. Me lanzo en los brazos de esta separación obligatoria con angustia y con un infantilismo irresponsable: la máquina familiar está en marcha, mi madre cuida, yo durante el día no me debo desplazar. No hay vecinos a los que pedir auxilio, no hay gente, y no tengo ninguna labor importante que cumplir. Le dejo mensajes, le hablo. Apenas me entiende a través de la pantalla, pero ya nos hemos despedido tantas veces. Estoy tranquila porque esto se estira y dura para siempre.

Cuando volvíamos del colegio la línea 5 del metro todavía estaba al aire, era antes de que hicieran el parque que ahora llega hasta Campamento. Después de coger las flores, cruzábamos y parábamos en la estación descubierta de Empalme. Nos poníamos delante de la verja, yo de puntillas para poder mirar bien, y él detrás de mí para sujetarme y hacer el mismo aspaviento: ¿Sabes cuánto te quiero?, me decía. Desde las vías del tren hasta el cielo, le contesto.

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